lunes, 28 de noviembre de 2011

Contra el complot de los relojes


imposible ignorar las arritmias
del tiempo
contubernio de manecillas o granos
de arena en cloroformo suspendidos
la taquicardia del segundo que busca
la muerte prematura
el suicidio
la lentitud del calendario
y su bulimia
ningún minuto dura lo mismo
que otro minuto
ninguna puntualidad vive por sí misma
perder el tren el avión
nuestra cita con la nada
y nada es real
ni las 12 ni las 3 ni las 5 ½
ni la ½ para las 10
el tiempo no nato en su encierro
el tiempo que existe en lo fácilmente
corruptible, perchero donde cuelgan
las ausencias y ausentados

he parado el reloj que metí
a la tumba de mi padre,
para que los gusanos no despierten
a trabajar,
he adelantado los cucús de esta
vieja casa que guarece las formas que
me aterran,
para que canten todos ya mientras me
purgo los recuerdos
alguien quizá yo mismo
alguien quizá el viento que guardo
en la mano
alguien quizá sin nombre
sin edad
me cuenta el timo la burla
de los campanarios
mientras cubro mis oídos y ojos
y pulmones de la intemperie que se alarga
expande o aprisiona
como se alargan y expanden y aprisionan
los años y los recuerdos de los años

se vuelve necesario confiar en los
cigarrillos,
su exacto consumirse como espejo del instante
que me nubla
se vuelve necesario mirar a la araña
arquitectura negada a los cronómetros
confiar en la
gota que seca a la velocidad
que dicta su gordura
vamos a inventarnos otro vértigo
porque el de ahora ya lo conocemos
descubrir otra náusea
otra necesidad con filo de angustia
que nos apuñale distinto
que nos estrangule sin notarlo
al ritmo que la muerte marca.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Feliz Nuevo Año, Señor Arce

En toda mi vida he visto a Ricardo Arce no más de 50 veces. Medio centenar de ocasiones son en realidad muy pocas. Hay amigos a los que uno frecuenta dos o tres veces por semana y nutre la relación con tiempo, frecuencia, rutina o continuidad. 

Mi amistad con Ricardo Arce se ha nutrido de otras cosas. Es cierto que el alcohol nunca está ausente cuando nos vemos, pero creo no es ese éter el que nos hizo amigos ni el que me hace escribir estas líneas. Me gustaría decir entonces que nos une el éter de la literatura, el placer simple de compartir lecturas, puntos de vista, versos a la mitad, proyectos inalcanzables y todas esas cosas que acompañan a las lecturas, los puntos de vista, los versos a la mitad y los proyectos inalcanzables. Pero no estoy seguro.


Sé que estoy diciendo una obviedad porque nadie está seguro del por qué se hace amigo de otro alguien. En ocasiones los derroteros de la amistad están adoquinados con las motivaciones más excéntricas. Quizá sea la excentricidad misma de Ricardo la que me seduce, esa excentricidad que encarna en un tipo que igual puede leer frente a decenas de niños dispuestos a despedazarlo con el poder de su indiferencia, que desear las carnes de la más cojitranca puta. Pero tampoco estoy seguro.


Se podría pensar que nuestra amistad nace de un simple interés comercial, esos intereses que llevan a un editor de medio pelo a publicar a un poeta llanero, desconocido y posiblemente, mediocre. Me gustaría que la relación profesional, esa nube llamada editor-escritor fuera la razón de nuestra cercanía, pues me liberaría de esas otras responsabilidades de la amistad, ya saben, procurar que el otro no se muera en tu casa y esas cosas. Pero esta posibilidad tampoco me satisface.


Conocí a Ricardo hace ya algunos años, tampoco muchos. Los suficientes para saber que, de no haberlo conocido como lo hice, en un departamento de la colonia Narvarte con un whiskey enfrente, seguramente lo habría hecho en cualquier otro lugar del país, pero, siempre con un whiskey enfrente. Con esto, no quiero decir que Ricardo sea un borracho, sino que el borracho soy yo y tiendo a desconfiar de alguien que se niega a confesarle cosas a otro con un alcohol de por medio.


Conocí a Ricardo una noche que nos sirvió de pretexto para confesarnos cosas a nosotros mismos. Él a él, yo a mí. Muchas de esas cosas tenían que ver con literatura, recuerdo, y muchas otras más con mujeres, intuyo. Son cosas que prefiero guardarme por pudor, pero que han ido cumpliéndose como una profecía del apocalipsis; y qué bueno, en verdad que bueno que el apocalipsis tenga este rostro, este rostro tan colega, tan ingenuo, este rostro tan abecedario y tan impropio; tan me vale madres, tan no me vale madres.


Nos han sacado a madrazos de un bar, hemos presentado un libro juntos, nos hemos emborrachado hasta perder el sentido, me ha zapateado en el dominó, se ha burlado de mis versos (y aún así, los edita), me ha hecho escenitas de celos editoriales en público, tiene en empeño mis libros de Roberto Bolaño y se quiere dar a mi hermana, en fin.





Como buen poeta llanero que soy, no me queda más que finalizar con un lugar común: Muchos, en verdad muchos días de estos para ti, pendejete Ricardo. Gracias.