miércoles, 28 de julio de 2010

Ladrón de dinosaurios

En la vida sólo he tenido un amigo y un enemigo, pero esos sentimientos tan contradictorios encarnan en la misma persona. Primero y durante muchos años fue la amistad, después el odio. Creo estar en lo correcto, otros en mi situación harían lo mismo. ¿Cómo no declararle la guerra a quien ha obtenido fama y respeto a costa de uno?
El hombre al que me refiero ha dado la vuelta al mundo, concede muchas entrevistas y vive cómodamente gracias a mí. De mí obtuvo la idea que lo llevó al éxito, si no me hubiera conocido, si yo no le hubiera brindado parte de mi vida, él sería un perfecto don nadie. Pero hoy en día parece que todos conocen su nombre, y digo parece, porque yo no pertenezco al mundo de las letras y, por lo tanto, no me muevo en esos círculos de petulantes. Su nombre es Augusto y su apellido Monterroso, mi enemigo, culpable de escribir el cuento de El dinosaurio, a costa mía.
Mi acusación tiene fundamentos y para demostrarlo me remontaré a la época en que los dos éramos unos patojos guatemaltecos. Lo conocí cuando nos comenzaba la pubertad pero aún teníamos cara de niños y actuábamos como niños. Porque antes era diferente y a los trece años uno todavía jugaba a cosas inocentes y no tenía malos pensamientos.
Éramos vecinos y comúnmente nos juntábamos en mi casa. Las horas se nos iban jugando a la pelota en mi jardín o atrapando insectos para luego inspeccionarlos, porque desde entonces a mí ya se me veía la vocación por los animales, mientras que Tito se limitaba a hacer lo que yo le pedía, porque eso de escribir le vino después, cuando ya le dio por chupar las ideas y las historias de los otros.
Pero seré concreto porque tampoco voy a detallar todo lo que le di, los balones que nunca me devolvió ni las innumerables veces que el mal agradecido comió en mi mesa. Contaré el trágico momento del plagio que lo haría famoso y las consecuencias que esto traería en mi vida.


Fue una noche que un compañero escolar nos invitó a una fiesta de disfraces. Tito y yo nos preparamos en mi recámara, nos vestimos y desvestimos varias veces tratando de improvisar un disfraz que nos hiciera dignos de admiración. Escudriñamos en mi armario y en el de mis padres, en la cocina y en el sótano. Y por fin, cuando decidimos forrarnos el cuerpo de papel aluminio simulando una armadura de caballeros míticos y asirnos unos cuchillos de cocina cual espada de guerrero, nos sentimos satisfechos. Pero como siempre, la inseguridad de Tito nos detuvo por más tiempo. “Ya parecemos guerreros pero necesitamos una bestia para hundirle nuestras armas” Dijo. ¿Una bestia? Pregunté. Mi amigo era un caprichoso y estaba dispuesto a llevar las cosas hasta su última consecuencia si no se le prestaba atención. “Sería ridículo llegar de caballeros con armadura y no representar una batalla” Continuó. ¿Y de dónde vamos a sacar a nuestra bestia? Y apenas formulé aquella pregunta, ambos dirigimos la mirada al tapete donde se hallaba dormida Canela, mi perra.
De inmediato le quité la pantalla a mi lámpara y se la coloqué a la Canela en el cuello tras unos forcejeos de por medio. La perra realizó un par de intentos con las patas para quitarse aquel objeto, pero ya había hecho costumbre pues no hacía mucho el veterinario le colocó una férula en su extremidad y también un collarín muy parecido para evitar que se mordiera el vendaje. Después, le adornamos su collar con papel de china simulando unos picos. En la cola le amarramos un recorte de cartón parecido al de una punta de lanza. Una hora después, salían de mi casa dos guerreros con armadura acompañados de una bestia idéntica a un crío de dragón.
La fiesta fue típica de Guatemala: comimos fiambre, bailamos un poco y los mejores disfrazados se esforzaban por actuar su personaje. Fue entonces cuando Tito insistió con lo de representar una batalla. “Yo amago a la Canela con el cuchillo, la enfurezco y comenzamos la pelea, mientras tu subes a la barda y cuando la perra me tenga en el suelo le saltas encima y finges matarla”
Maldita la hora en que le hice caso. Salí de la fiesta, di una vuelta a la manzana y escalé la barda de un terreno baldío que colindaba con el jardín donde se llevaría a cabo nuestro espectáculo.
Cuando asomé la cabeza no se oía ruido, pero supongo que Tito vio una parte de mi cabellera y comenzó a gritarme algo que no entendí. Decidí arriesgarme a echar a perder el numerito y ver qué sucedía. Asomé medio cuerpo por la barda y Tito me gritó algo que seguí sin comprender porque todos estallaron en risas, con las piernas temblorosas me paré en la barda para intentar descifrar lo que mi amigo decía. “Ya no se puede hacer nada, la Canela se escapó tras de ti” Dijo Tito y al momento de su frase, la perra ladró en el lote baldío y cuando volteé a verla, me desequilibré, caí de costado y perdí el sentido.
Me dieron alcohol para reaccionar y mi madre fue a recogernos en el auto. Tito y yo atrás, la Canela de copiloto. Durante el camino mi amigo traía una cara de risa mal lograda, de querer carcajearse y no hacerlo por respeto. ¿Qué fue lo que pasó? Ya sabes lo que pasó, le contesté. “Mejor dime tú cuanto tiempo estuve desmayado, qué hicieron cuando vieron que me caí” Pues nada, que nos vamos corriendo a darle la vuelta a la calle, pero cuando llegamos ya no estabas desmayado, te veías como aturdido pero bien vivito” Me dijo y después volvió a preguntarme: ¿En qué pensabas cuando te desmayaste? “Como se ve que nunca has perdido el sentido, uno no piensa nada” ¿Y entonces? “Entonces qué – le contesté- pues nada, que cuando desperté, la Canela aun estaba ahí…Ahhh dijo el plagiario y se quedó pensativo.

Ahora lo saben todo, ahora pueden comprenderme.
Nuestra amistad siguió por el mismo rumbo. Asistimos juntos a la escuela preparatoria y nos separamos después. Yo entré a estudiar veterinaria y el muy vil de Tito no quiso hacer la universidad porque iba a ser escritor. Puras patrañas, perdía el tiempo con sus lecturas, mientras yo me consumía en tareas y exámenes.
No voy a detallar aquí el golpe de Estado ni las razones políticas que llevaron a Tito al exilio. Tampoco me detendré en el maldito día que vi su primer libro, únicamente es necesario saber que lo leí de cabo a rabo.
Ya no recuerdo la impresión que tuve de sus primeros cuentos, pero cuando llegué a El dinosaurio casi me voy de espaldas. De inmediato supe que, Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí se trataba de una idea, imagen o relato que Tito me había robado.
Cuando me recuperé de la impresión tuve la necesidad de correr a mi casa desesperadamente y contar lo que había sucedido, así que me puse en marcha, pero a medida que avanzaba una idea fue nublándome las intenciones ¿Cómo podía comprobar que mi amigo de juventud me había robado una idea? Nunca le conté a nadie – más que a Tito por supuesto- las minucias de aquella noche, ni tampoco relaté posteriormente las cosas a detalle, así que por lo tanto ¿Tenía alguna probabilidad de que alguien me creyera?
La respuesta era negativa y yo lo sabía, así que traté de olvidar el asunto o restarle importancia. Pero fue imposible, el nombre de Augusto Monterroso estaba en boca de todos los guatemaltecos, por varias semanas su rostro apareció en los diarios y de vez en vez en algunos noticieros. Era evidente que el muy desgraciado estaba gozando de un prestigio ajeno, fama construida gracias a los demás.
Mi cólera era tal que pensé en buscar a todos a quienes Augusto plagió ideas, porque seguramente, no era yo la única víctima de ese ladronzuelo. Por eso decidí pagar un anuncio en el periódico. “Se buscan víctimas de Monterroso, favor de comunicarse al 733 245” Decía la frase que apareció en los anuncios de ocasión de algunos diarios durante un par de semanas. Pero no dio resultado, nadie llamó a la casa. Supe entonces que aquello podía deberse al desconocimiento de los plagiados, pues seguramente había por las calles de todos los lugares que ha pisado Monterroso, gente que no estuviera al tanto de haber sido utilizada. Por lo tanto, mi misión era más complicada de lo que pareció en un principio, había que iniciar una campaña de desprestigio contra ese timador de intelectos, había que tocar todas las puertas posibles y gritar hasta ser escuchado.
Pero las cosas eran complejas. Hablar en contra de Augusto era blasfemar, colocarse una pistola en la sien y arriesgarse a la burla y desprestigio social. No quería eso, porque a pesar de todo yo era una persona respetable, un médico veterinario con trayectoria académica y laboral sin mancha alguna. Daba clases en la universidad, mi trabajo lo sabía hacer bien y llevaba una vida relajada gracias a ello.
Fue cuando el desánimo comenzaba a apoderarse de mí que la vida me brindó la oportunidad para seguir con mi intento para desenmascarar al farsante. Conseguí una beca para realizar una especialidad en México y así poder estar en la misma tierra donde el timador vivía. Así que hice mis maletas y viajé sin un dejo de nostalgia por la patria abandonada.
Pero si en Guatemala era grande el prestigio de Augusto, en México parecían quererlo como si hubiese nacido en esa tierra. Recibía encendidos elogios y críticas favorables.
No fue complicado contactar a Monterroso. Fui a la embajada, mostré mi carné de identidad y me dije admirador del escritorcillo en cuestión. Lo que me preocupaba concretamente era la forma en que abordaría el asunto. No tenía del todo claro qué iba a adeicrle. ¿Acaso tendría que conformarme con una victoria silenciosa, con un reclamo sin ecos?
Cierto día en mi departamento, descolgué el auricular y sin pensarlo demasiado marqué su número. Tras un par de tonos, al otro lado de la línea se escuchó la voz de una mujer.. Le pedí me comunicara con Tito. “Quién lo busca” “Soy Alonso un amigo de Guatemala, nos conocemos desde la infancia” “Permítame”, Respondió y unos segundos más tarde se escuchó el sonido de otro auricular que se levantaba y oí la voz de Augusto. “Dígame” Entonces tomé la palabra “Augusto, soy Alonso, ¿Te acuerdas de mi?...”
El muy descarado no negó nuestra amistad y hasta pareció alegrarse por mi llamada. Nos hicimos las preguntas obligadas y recordamos anécdotas de juventud, pero cuando por fin le pedí que nos viéramos, se quedó callado y tras varios segundos apareció el pretexto: “Fíjate que está complejo, mañana salgo temprano para Europa” Entonces cuando estaba a punto de gritarle que era un ladronzuelo mal parido él me dijo: “¡Espera, espera¡ si quieres puedes asistir hoy por la noche a una fiesta que un amigo poeta va a dar en mi honor, ahí podemos platicar un poco” Mi afirmativa fue automática y tras recibir las particulares del domicilio, colgamos.
Me preparé a conciencia y deduje que lo mejor sería llegar con la fiesta un poco avanzada para confundirme entre los invitados y hablar lo menos posible con Augusto. Vi televisión y tomé varios whiskies para relajarme. 


Salí de casa cuando ya era de noche. Mi cuerpo resintió el efecto del alcohol combinado con el aire fresco, así que, ya un poco mareado, paré un taxi y le entregué un papel con la dirección garabateada. Durante el trayecto me dormí y sólo desperté hasta que el conductor me indicó que habíamos llegado. Cuando bajé del auto una sensación nauseabunda me recorrió el estómago y la garganta. Pero respiré profundo y pude contenerla. Fue hasta ese momento cuando vi el paisaje con detenimiento. Me hallaba a las puertas de una casona en las faldas de un cerro desde donde se apreciaba gran parte de la ciudad. Para llegar a la puerta de entrada se tenía que atravesar un enorme jardín en cuyo perímetro se encontraban estacionados automóviles uno tras de otro. Comencé a caminar y justo a la mitad del césped tuve otra náusea que ya no pude contener y sin más aspavientos abrí la boca y un líquido color bronce abandonó mi cuerpo. Tras recuperarme del espasmo me reí mucho y deseé haber conocido el carro de Augusto para vomitárselo. Continué caminando y cuando me faltaba poco para llegar a la puerta escuché que me gritaban, no por mi nombre, pero algo como “oye tú” y me di la vuelta y observé una silueta que se acercaba rápidamente hacia mí. Trataba de distinguirlo pero los reflectores que apuntaban al jardín le daban en el rostro, pero aún así, cuando ya lo tuve de cerca y me tendió la mano seguí sin reconocerlo, era un hombre muy joven casi un chamaco.
-Esta buena la peda ¿verdad?- Me dijo
-No sé a que se refiere – Le contesté un poco ofendido por tanta confianza.
-No te hagas güey, si ya hasta cantaste Oaxaca, pero no hay pedo, aquí puros cuadernos.
Y cuando dijo esto último me pasó un brazo por el hombro y seguimos caminando:
-Noto por tu acento que no eres chilango...
-No, soy de Guatemala- Contesté antes de que siguiera con el interrogatorio.
-Con razón tampoco te reconocí- Se detuvo y me sonrió- Hola, me llamo José Agustín y ¿tunas verdes?
Le dije mi nombre y el muy tonto se apenó conmigo porque pensó que yo era un escritor al que él no había leído. Yo me reí para mis adentros y decidí no desengañarlo. Cuando ya nos disponíamos a tocar el timbre de la puerta principal me dijo:
-Espera, ven, antes veamos como está el asunto y mientras tanto me doy unos toques.
Lo seguí pues no me parecía mala idea observar previamente la fiesta. El tal José Agustín parecía conocer bien la casa porque se desenvolvió con facilidad y muy pronto ya estábamos escondidos tras una fila de arbustos viendo el festín a través de ventanales.
Mientras observaba lo que parecía una fiesta normal con gente bailando y algunos grupúsculos discutiendo, mi acompañante se fumaba su cigarrillo y el olor a petate terminó por darme náusea hasta que vomité otra vez. El chaval comenzó a reírse y me dijo que le diera unos jalones para que se me cortara y yo accedí.
-¿Y Monterroso? – Le pregunté- No lo veo...
-Ah, el chaparrito....mmm –Hizo una pausa para buscarlo en toda la sala -Allá está, arriba platicando con Octavio.
Y entonces lo vi, estaba igualito a las portadas de sus libros aunque más barrigón que cuando se despidió de mí en Guatemala. Vestía un traje azul con corbata del mismo color, tenía una copa en la mano y de cuando en cuando le daba un sorbo de marica, rozando apenas los labios. A lado suyo estaba el tal Octavio, tenía su cabello grisáceo con mechones aún negros, se paraba un poco encorvado y aunque platicaba con Tito, sus ojos parecían escudriñarlo todo.
Yo creo que el chaval Agustín me notó la rabia en los ojos cuando miré al plagiario porque de inmediato me preguntó dónde había conocido al escritor y, de pronto, yo no aguanté más y los años de silencio terminaron y le conté todo a mi compañero de aquélla noche. Le platiqué mi adolescencia con Augusto, el relato de la fiesta y lo sucedido con la Canela, le confesé el motivo de mi presencia esa noche. Después, el José Agustín se me quedó mirando perplejo y tras varios segundos se carcajeó de nuevo pero esta vez hasta se azotó en el pasto, no paraba de reír, me contagió su emoción y ahí andábamos los dos echadotes entre los arbustos.
- ¡Claro que sí cabrón, yo te apoyo, chíngate a ese güey!- Me dijo y siguió riéndose- Pero antes, vamos a seguirle dando.
De su chamarra sacó una botellita de ron y otro cigarro de yerba. Y en pocos segundos nos empinamos la botella y echamos humo hasta por los oídos. Entonces me armé de valor y decidí que era el momento de entrar para desenmascarar al plagiario. Nos levantamos tambaleantes pero al fin conseguimos un paso firme aunque lento. No hubo necesidad de llamar a la puerta porque estaba abierta y de inmediato nos encontramos en ambiente, rodeados de muchas personas que bailaban o se embriagaban; había meseros con saco blanco, pantalón y moño negros; la música provenía de una banda que tocaba en vivo desde el segundo piso y yo me asombré, pues desde afuera no había puesto atención en el detalle; y justo cuando iba a contarle eso al chaval Agustín éste desapareció y me quedé solito entre la gente.
Después se oyó un crujido y me di cuenta que era una botella que había roto el chaval, con el estruendo se paró la música y todos hicieron un círculo alrededor del joven y él adquirió pose teatral y dijo: “Señores y señoras, hoy, esta persona (y me señaló) tiene un anuncio que hacernos a todos nosotros, un anuncio que cambiará la historia de la literatura” Y tras decirlo se echó para atrás y comenzó a reírse de nueva cuenta. Yo permanecía callado sintiendo las miradas de todos los presentes, incluyendo la de Tito y la del tal Octavio.
Supe que había llegado el momento esperado, carraspeé y tambaleándome un poco dije: “Vengo para desenmascarar a un plagiario, un ladrón de ideas e imágenes, un traidor de amistades. Vengo para que todos sepan que ese hombre (y señalé a Tito) escribe a costa de los demás”
Hice una pausa porque un espasmo en el estómago me provocó otra náusea y cuando estaba a punto de continuar un mesero dejó caer su charola y dijo: “Esta persona tiene razón, Augusto Monterroso es un ladrón, yo también fui su víctima” e inmediatamente el hombre que tocaba la trompeta en la banda se levantó para decir: “¡Es cierto, no tiene ideas propias a mí también me ha robado”
Mientras se escuchaban murmullos y cuchicheos entre los grupúsculos me alegré de saber que mis primeras sospechas eran ciertas y que la obra de Tito era producto del plagio.
A pesar de las ofensas Augusto permaneció en silencio, pero en su lugar tomó la palabra el tal Octavio y exigió una explicación: ¿Qué obra les ha robado Tito? ¡Explíquense por favor!
Y cuando iba a contestarle a ese hombre, otra vez la maldita náusea, pero en esta ocasión no pude contenerla y comencé a vomitar, pero al tiempo que lo hacía, las otras dos víctimas dijeron al unísono: “Nos ha robado el cuento de El dinosaurio”. Cuando escuché esa barbaridad me quedé pasmado. La atención se desvió de mí y todas las miradas se dirigieron al mesero y al trompetista. El único que me escudriñaba asombrado era el José Agustín.
Tras esto, el tal Octavio dio un paso adelante, con ojos inquisitivos observando a los dos hombres les preguntó: ¿A los dos les robó el cuento? Y los hombres movieron la cabeza de arriba abajo. Y siguió cuestionando: ¿Me refiero que si les robó el cuento por separado? Y los hombres dijeron sí con la cabeza. Y Octavio siguió: Bien, ¿Interpreto entonces de sus gestos que hasta antes de esta noche ustedes no se conocían? Y los hombres se quedaron inmóviles con cara de asombro viéndose el uno al otro.
Y mientras esto sucedía el chaval Agustín me tomó del brazo y me fue acercando hacia la puerta. Antes de salir alcancé a ver al tal Octavio haciendo un ademán histriónico y volteando a ver a Tito le dijo: “Mira nada más Tito, eres un vil plagiario, deberías pagar derechos de autor a esta gente” Y de pronto se escucharon muchas risas y comenzó de nuevo la música aunque sin trompetista.
Caminaba por el jardín abrazándome con el chaval. Vomitábamos cada tres pasos y cada cinco perdíamos el paso. Cerca de la salida él cayó sin meter las manos y se quedó dormido, yo avancé como pude, pensé en el cabrón de Tito y vomité de nuevo, esperé un taxi y me fui a casa.

sábado, 10 de julio de 2010

La ciudad en vértigo

 La historia comienza así: Mario Vargas Llosa camina por una calle de la Ciudad de México, hace frío y es de noche, una noche de luna llena y cielo despejado. Vargas Llosa camina con postura un tanto castrense, barbilla levantada y rítmico balanceo de brazos. Todo parece un truco, una artimaña corporal para que nadie se acerque. A su paso muchos lo reconocen y él los ignora con sutileza magistral.
El sitio por el que camina está en la colonia Narvarte, uno de esos barrios que otrora pertenecieran a la pujante clase media, y que para cuando él pisa sus calles, se ha convertido en un almacén de oficinas y edificios de alquiler.
Vargas Llosa camina y yo lo reconozco tras dudar unos segundos. A partir de entonces lo miro con intensidad, le busco los ojos pero él no se digna; es un hombre acostumbrado a estas situaciones, pasa a mi lado, es más alto y fuerte de lo que pensaba.
Decidí seguirlo aunque no de forma inmediata. Todo había sido relampagueante. Yo, escritor, mi barrio, él. Tenía la esperanza de que sintiera el acecho y me regalara un gesto, algo que sacudiera su voluntad de hierro. Lo miré alejarse hasta que empecé a no distinguirlo, a perderle el rastro. Entonces corrí. Lo alcancé en una calle perpendicular a la primera, una calle solitaria y oscura donde sólo se oían mis pasos y los suyos. A pesar de eso, él no volteó, no quiso verificar quién andaba tras de sí.
En la Ciudad de México la gente desarrolla una capacidad  inigualable para el miedo y la supervivencia, una capacidad de reacción innata ante cualquier situación que involucre una calle oscura y unos pasos a su espalda. Pero Vargas Llosa no ha desarrollado  ninguna  de esas cualidades y aparentemente no las necesita, las suyas parecen de eficacia probada. El hombre sólo camina y yo lo sigo empeñado en manifestar mi presencia, piso con mayor fuerza, salto para agitar las ramas de los arbustos que encuentro a mi paso y, justo cuando evalúo la posibilidad de un descarado silbido, él se detiene, duda unos segundos, parece verificar mentalmente un sitio, quizá una dirección. Yo lo veo todo a mitad de la calle, absorto de sentirme como un fantasma me pellizco para verificar mi condición, estoy más vivo que nada, más despierto que cualquiera, eso pienso justo cuando Mario desaparece de mi vista.
Me detengo frente al edificio en el que entró. Por un instante el paisaje me parece conocido pero no recuerdo los motivos de mis incursiones por aquellos espacios, colindantes con el Viaducto Miguel Alemán y la colonia Doctores. Pasan un par de niños en bicicleta, se persiguen uno a otro, ambos me miran directo a los ojos, pienso otra vez que estoy vivo y que no soy un fantasma, maldigo entonces mi huella mexicana, ese Pedro Páramo que se oculta para salir como espinilla en el momento menos esperado. Se enciende una luz en el tercer piso, pienso que ha pasado el tiempo exacto para que un hombre con la edad de Vargas Llosa, con todo y su corpulencia, suba tres niveles. Lo imagino entrando al departamento donde alguien lo espera, lo imagino sentado en un sillón, lo imagino fumando un habano y charlando de literatura francesa, quizá literatura rusa o alemana;  lo imagino escuchando atentamente un par de anécdotas, riendo educadamente mientras yo, aterido en la calle más solitaria de la colonia, espero impaciente, de pie, sin quitar la vista del sitio donde él acudió para visitar a un amigo mexicano de juventud, un amigo que frecuenta poco y al que no ve hace mucho, al que no ve nunca, una visita un tanto cordial y otro tanto comprometida, el hombre fue a recogerlo al aeropuerto y ha sido muy amable, es profesor de literatura y habrá que beberse un par de copas con él, quizá una cena ligera, conocer a la esposa e hijos, escuchar discos, algo típico mexicano o algo que él escogiese gracias a la amabilidad de su anfitrión, agradecer las atenciones y salir antes de la media noche.
Las luces del departamento se apagan. Tiempo después, muy poco tiempo después en realidad, Vargas Llosa abre el portón del edificio, y sin dubitaciones, da media vuelta a la derecha y se echa andar con pasos casi marciales. Otra vez, no me mira, pasa justo frente a mí, pero no me mira. Camina rápido, para entonces lo sigo sin empacho a sabiendas que no volteará, aunque estoy seguro que ha notado mi presencia.

Caminamos muy poco, un par de calles y Mario se adentra en un sitio de luminosidad discreta que yo frecuenté hace algunos años, y que ahora luce distinto, solitario, casi mortuorio. Decido que es momento de entrar al lugar. Cruzo la calle, me palpo los bolsillos conociendo previamente el resultado. No hay posibilidad de entrar sin dinero así que pierdo la esperanza y regreso a mi sitio preferencial de vigía noctámbulo. Vargas Llosa me regala dos o tres apariciones más. Todas igual de efímeras y brumosas; incomprensibles, estoy seguro que ahí adentro suceden cosas extrañas.
De pronto, sale Vargas Llosa con un perro en brazos, en realidad es un cachorro con un moño de regalo anudado en la cabeza, me toma distraído, camina directo hacia donde estoy, el mismo paso, la misma cadencia, el animal que carga no altera su estampa. Lo veo a los ojos y triunfo. Me ve, estoy seguro de que sus ojos encuentran los míos por algún momento. Quiero abordarlo pero el hombre pasa sin advertirme, rozando mí codo con el suyo, no altera el ritmo al percibir  que mis pies se posan justo en las huellas imaginarias que dejan los suyos sobre el asfalto.
Esta vez caminamos más, no lo suficiente para abandonar la colonia pero sí para que emerjan todas mis suspicacias. Daba la impresión de que Mario caminaba en círculos, hacia ninguna parte o hacia todos lados, como si intentara extraviarme, como si hubiese caminado toda la noche en un duelo personal, en un cuadrilátero que sólo él y yo percibíamos.
Al fin se detiene en la banca de un parque. Supongo que es momento de que el perro orine, pero me equivoco. Mario saca un cordón fluorescente de la bolsa del pantalón. Se acerca a un árbol y amarra al animal. Segundos después emprende la marcha con la actitud característica. Paso a un lado del perro y mueve la cola, me provoca acariciarlo, otra vez siento alivio y otra vez pienso en Pedro Páramo y no queda más que reír. Me carcajeo sin preocuparme por Vargas Llosa que, tal y como esperaba, aprieta el paso. Cada vez caminamos más a prisa y cada vez es más obvio que me ha descubierto. Andamos y andamos sin ir a ninguna parte, moviéndonos en círculos que, a no ser por la cuadratura urbana, podrían considerarse perfectos.
En algún momento el perímetro se rompe y transforma, Vargas Llosa acelera el paso y camina  en línea recta, pasamos por lugares y esquinas que a la velocidad que vamos, casi a trote (él sin perder la postura), a esas horas de la madrugada  se confunden con todas las formas del mundo. Calles y más calles, el silencio de la noche y nuestros pasos, uno tras otro, acompasados y equidistantes. Mario se apresura, acelera más y más hasta  que todo es vértigo y casas y jardines y perros que ladran. Todo me parece conocido un segundo y al siguiente extraño. Mario se detiene frente a un edificio que reconozco. Abre el portón de la calle  con habilidad extrema y se adentra sin miramientos. Me parece increíble, voy tras él, estoy decidido. Sube las escaleras hábilmente, se detiene frente a mi departamento, toca el timbre, se abre la puerta, mi puerta.  Lo tengo justo donde quería, me busco las llaves en el bolsillo, no encuentro nada.  Toco el timbre, nadie abre, afuera amanece y yo decido esperar a que Mario salga.

viernes, 2 de julio de 2010

La musa hematófaga


 Hace tiempo fui huésped de Juan Rulfo. Y cuando digo esto, lo hago en términos clínicos, no inmobiliarios. Me explico, más que vivir con él, viví de él. Soy un parásito, más exacto, un Pediculus humanus, un piojo.


Sin embargo, lo que más me gustaba de Juan Rulfo no era su sangre. Siempre fui un piojo muy diferente al resto, el único -de los ciento cincuenta huevecillos que puso mi madre- con intereses cosmopolitas y refinados. Mientras otros pueden pasar toda una vida en la misma cabeza para asegurarse el alimento diario, yo he recorrido sitios insospechados en busca de pasiones artísticas que algunos considerarían extravagantes.
No fue difícil localizar a Juan, aunque la noche en que llegué a su cabeza me agoté como nunca y embriagué hasta el cansancio. Fue durante la fiesta de cumpleaños de un escritor. Rulfo bailaba danzones con algunas jóvenes y bebía sendas copas de oporto. No tuve dificultad para encontrarlo, pero me fueron necesarios varios pasos (porque los piojos no brincamos) y posibles caídas, para  llegar hasta su escasa cabellera. Me instalé en un espacio agradable, cerca de la coronilla y el remolino, donde estaban sus cabellos más robustos. Ahí aguardé varios minutos sin moverme apenas.
Era divertido. Había mucho movimiento y pronto me sentí cómodo e incrusté mis colmillos en el cuero cabelludo. Bebí hasta saciar la sed y el hambre que ocasionó el viaje. Fue cuestión de minutos para que la concentración de alcohol, que para ese momento circulaba por las venas de Juan, me hiciera efecto a mí también. Se me subieron los colores y me di valor para intentar un primer acercamiento.
Normalmente, cuando quiero que me escuchen,  voy al lóbulo de la oreja y de ahí al canal auditivo, entonces entablo conversación. En mi interlocutor la reacción siempre es más o menos parecida, piensan de pronto en la locura, en Dios y en otras cuestiones metafísicas.
Rulfo estaba demasiado ebrio como para preocuparse. Tras algunos intentos fallidos, en los que estuve apunto de caerme de su cabeza lo que hubiese resultado fatal, pues seguro no habría sobrevivido a los pisotones en pleno salón de baile- logré instalarme en su oreja. Ahí, tomé aire y aún sin saber bien a bien lo que iba decir,  salieron las palabras. Señor Rulfo, señor Rulfo, ¿me escucha?
Por un instante Juan pareció detenerse, un espasmo apenas perceptible que le hizo perder el paso. Señor Rulfo, diga si puede escucharme, insistí. Entonces él se disculpó con la dama, a la que por cierto no había dejado en toda la velada, y se dirigió al sitio donde estaban las bebidas. Ahí se tomó tres whyskies. Cinco canciones más tarde tuvieron que llevarlo a casa.
Contrastaba su lucidez mental con la precariedad que caminaba Yo seguí bebiendo su sangre y me encontraba en condiciones similares. Fue entonces que ataqué de nuevo. Juan, yo sé que me escuchas, no te espantes. Tras decirlo, sentí que él dejaba de respirar. Era obvio que estaba asustado; se erizaron sus poros y la cabeza pronto comenzó a perlarse de sudor.
Entonces sucedió algo que no esperaba.



-Sí, te escucho, ¿quién eres?- me dijo y cerró los ojos, como esperando una revelación divina.
Era un momento delicado. Mi experiencia me decía que tenía que trabajar más el ambiente, no podía decirle de golpe que era un piojo. Como ya dije, aquello podría llevar a Juan al médico o al brujo. A algunos les resulta más sencillo volverse locos que aceptar la existencia de un piojo que realiza comentarios críticos a su obra o hace sugerencias de orden estético.
¿Tiene idea de quién le habla? Pregunté para tantear los terrenos y saber en qué andaba su pensamiento.
Otra vez, para mi sorpresa, Juan respondió afirmativamente.
-Sí, creo saber- dijo arrastrando un poco la voz, sin abrir los ojos.
Apenas terminó la frase, tomó aire y mojándose los labios continuó:
-Una musa.
Al escuchar aquello estuve a nada de explotar a carcajadas. Vaya vaya, pensé.
Así es Juan, que bueno que me reconozcas, soy tu musa. Al escuchar eso, esbozó una sonrisa que fue absorbida por los gestos propios del soñador. Casi al instante, ambos nos quedamos dormidos.
Al día siguiente Rulfo despertó a mediodía con una resaca terrible. Yo tardé bastante en despabilarme y tuve que buscar el desayuno entre la cabeza de su mucama, pues la sangre de Juan aún guardaba restos de alcohol que me hubieran regresado al estado etílico.
Cuando satisfice mis necesidades más básicas, busqué a Juan, quien para entonces ya trabajaba un texto con dos aspirinas y café de por medio. Antes de continuar la conversación pendiente preferí echar una mirada a su trabajo. La hoja estaba casi en blanco, había escrito un par de renglones y batallaba seriamente para continuar la idea. Pensaba largo tiempo y apenas posaba sus dedos sobre la máquina, se arrepentía y daba pronunciados sorbos a su trago.
Entonces decidí atacar de nuevo. Juan, soy tu musa, ¿me recuerdas? Él volvió a paralizarse, como si hubiese estado esperando la confirmación de un fallo en su cordura. Se llevó las manos al rostro y se mantuvo quieto. Juan, no pasa nada, simplemente he venido platicar contigo. Tranquilo, no te asustesmejor cuéntame, qué haces, qué escribes. ¿Es una novela eso que te tiene angustiado?
Apenas escuchó aquellas palabras, Juan Rulfo decidió suspender su trabajo frente a la máquina y el resto del día se mantuvo en cama tomando infusiones de valeriana. Yo aproveché para leer algunos de sus textos, ayudado por un imprevisto ventarrón que se coló por la ventana y dejó el estudio tapizado de hojas mecanografiadas.
Se trataba de una novela sobre un hombre que busca a su padre en un pueblo fantasma. La idea no era mala, aunque el desarrollo de la historia dejaba mucho que desear. Sin embargo, con mi ayuda, pensé, podría llevarla a buen término, y a cambio,  le pediría algo simbólico.
Los días siguientes estuve en silencio. Juan pensó que necesitaba un descanso y nos fuimos de vacaciones a una cabaña en el bosque. Hacía mucho frío y él se dedicó a beber coñac y leer novelas sentado en un sofá. Yo tiritaba a la menor provocación y aproveché para recuperar calorías comiendo hasta el hartazgo. De regreso a la ciudad, Juan parecía tener nuevos bríos y se rascaba la cabeza sin pudor: las huellas de mi presencia eran evidentes
Esta vez, antes de intentar un nuevo acercamiento, dejé que Juan tomara ritmo con el texto. Había escrito sin parar durante más de tres horas. Yo, postrado en su hombro como si fuera perico y no piojo- estaba al tanto de cada verso mal conjugado (que eran muchos), y de todas las cacofonías (que eran más).
Así, durante un arranque de desesperación (nunca he sido tolerante frente a la torpeza artística) decidí que no importaban las consecuencias, alguien tenía que componer ese legajo de imprecisiones.
¡No, Juan, no! Quita ese verbo, tacha el adjetivo, así no, mejor así, agrégale esto, pule esto otro, subraya esa idea, no vendas la trama, ¿por qué mejor no inicias así o asado? ¡Concéntrate Juan!, pule, limpia, tacha, corta, lugares comunes no, Juan por dios, qué haces, esa hoja no vale nada, todo el capítulo no vale nada, ay Juan, ay Juan
Me escuchó sin decir palabra. No interrumpió en ningún momento. No gesticuló y, para mi sorpresa, comenzó a tomar nota de mis sugerencias. El resto de la jornada corrigió como desesperado. No había duda, hacíamos buen equipo.
Las semanas siguientes trabajamos como nunca. Juan producía diez o quince cuartillas diarias y yo corregía un noventa por ciento. Nunca ponía reparos ni cuestionaba mis decisiones. Era lógico, nadie tiene el valor de contrariar a su musa.
Sin embargo, comenzaron a suceder cosas que yo interpreté erróneamente como gajes del oficio, inherentes a la condición de ser piojo. Tan instalado estaba en el buen comer y en la elaboración de nuestra novela, que en un par de ocasiones los dedos de Juan, que para entonces ya se rascaba de manera intempestiva la cabeza, me rozaron el vientre, lo que pudo haber terminado con la parte central de mi cuerpo reventada. También, comencé a sentirme cansado en las mañanas después de que Juan se duchaba con un jabón que me retorcía las tripas.
Fueron días de adrenalina. Para el momento en que se vislumbraba el final de la historia, mis fuerzas estaban muy disminuidas. Era necesario pensar en el precio que habría de cobrarle a Juan por mis servicios. Desde luego, la mía tendría que ser una ganancia moral, por lo que decidí pedirle que me dedicara la novela. Para mi musa, esa sería mi exigencia.
Tiempo después, cuando pusimos el punto final, tenía poca fuerza para hablar. El jabón de Rulfo me quitaba el hambre, había perdido la tercera parte de mi peso. Apenas susurrando logré pedirle que escribiera la dedicatoria. Dedícamela Juan, dedícamela, para mi Calíope Juan, para mi Calíope.
Él, lo hizo. Esbozando una sonrisa construyó una frase que no tuve tiempo para asimilar. Para este pinche piojo tan soberbio, escribió, y de inmediato comenzó a golpearse la cabeza para reventarme la barriga.