jueves, 27 de mayo de 2010

La mejor historia jamás contada

El amor es un mito.Un cuento gozoso, una narrativa formada por múltiples preguntas cuyas respuestas nunca llegan, porque, o estamos demasiado cegados por los brillos de la historia que nos contamos, o demasiado paralizados por la realidad que nos cayó de golpe.

El amor es un mito, un fantasma que nadie ha visto pero todos han sentido, una cama destendida con la imaginación de cada día. Nos gusta pensarnos en un andén eterno, esperando por siglos el tren de un amor que lleva nuestro nombre, y estamos siempre al pendiente de que no se escape aquel vagón que creemos destinado para nosotros.

Ilusos. Tontos. El amor es la vía, no el tren, y siempre ha estado ahí, marcando el camino que querramos inventarle.

El amor es un mito como todos, con principio y final, con batallas épicas de hombres y mujeres que llevan la simiente del héroe en sus entrañas; con Dioses invencibles y Medusas con cabellera de serpiente y listones de frases vacías.

En toda historia hay un móvil, un motivo. Y en el amor ese motivo cambia con el tiempo. El amor es un mito reciente, antes se llamaba descendencia y poder, mucho antes se llamó placer y necesidad, y quizá cuando ninguno de nosotros estemos se llame subsitencia y añoranza. Nuestros motivos son todos una mentira contada por otros, mamada como canción de cuna, una historia que quisimos creer, porque era el relato jamás contado, el más tentador: la felicidad acompañada por el Otro.

Pero la historia jamás contada, ese mito llamado Amor es tan perfecto... y nosotros tan imperfectos como para ser sus protagonistas.

La ventaja de todo relato es que puede reescribirse, reinverntarse así mismo. Conozco a pocos amores felices. Por qué entonces seguimos contándonos, idealizando las mismas historias imposibles, con los personajes estúpidamente tan perfectos, con los descelances tristemente tan predecibles.

Quisiera voltear de cabeza el mito. Sentarme a escribirlo todas las noches, cómo ésta, cuando el viejo relato se vuelve tan necesario.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El árbol de los nombres

Siempre me ha costado recordar el nombre de las personas, incluso mucho antes de que el estrés, las sustancias y la vida en general, afectaran mi capacidad nemotécnica, mucho antes  incluso de que cambiarle el nombre a alguien, por ejemplo a mi novia, pudiese significar una catástrofe.

La primera vez que confesé dicha situación a mi terapeuta, ella concluyó de inmediato que mi falta de recordación con los nombres se debía a un egoísmo inconsiente, que, entre otras cosas, también quedaba en evidencia al preferir las hamburguesas por encima de las pizzas, o los asientos individuales en el metro. Quizá. Negarlo sería torpe y además muy aburrido.

Sin embargo, hace algunos añitos descubrí que no olvido todos los nombres, y que más aún, existen algunos que aprendo con facilidad y puedo saludar en la calle a quienes los portan con tan sólo haberlos visto una vez. Después de mucho pensarlo concluí que esto se debe a una cosa: existen nombres que para mi prefiguaran rostros en automático, es decir, hay gente que en realidad tiene cara de Pedro aunque se llame Mario, ¿me explico?

No concibo una mujer que se llame Margarita y que no tenga el cabello rizado, tampoco imagino a un Rodolfo chaparrito o a un Landeros sin canas. Es obvio que los Munguía tienen cabello negro y las Elizondo usan vestido largo. 

Cuando el universo se configura a que la fisonomía de alguien concuerde con la ocurrencia de sus papases, el resultado es una persona de líneas inolvidables, de ángulos y voces y miradas cargadas de una personalidad propia y agraciada, que poco o nada tiene que ver con la belleza, y sí, con la forma en que el mundo se configura y nosotros ocupamos en él un tiempo y un espacio, que aunque mínimo, es único e irrepetible.

No es casual que muchas de las civilizaciones antiguas, incluyendo las mesoamericanas, utilizaran sus calendarios astrales para designar los nombres de sus criaturas. Por moomentos pienso que en mi República de Poetas muchos deberían llamarse Luna Parda u Ocaso Otoñal. Aunque la mera verdad, tampoco tengo nada contra los Brandon Osama Farías o las Mitsubishi González, total, el mundo desde hace mucho se configura mediante los astros del Imperio, y los niños quieren cortarse el cabello como Ronald Macdonald. Así de barbas.