sábado, 6 de diciembre de 2008

A manera de despedida

Llegué al taller de literatura que Raúl Parra daba en la unam, por ahí del 2002. La verdad es que, para entonces, yo había transitado ya por varios talleres de esos que forjan falsas esperanzas y amoldan los pensamientos a la forma del soneto o la corrección gramatical.

Encontré el taller de Raul Parra, y a Parra mismo, en un momento agradecido de mi vida. Raúl era el tipo de tallerista que no se obsesionaba por los gerundios ni leísmos, por los verbos mal conjugados ni los excesos de adjetivos. Raúl no enseñaba a escribir, más bien lo contrario, te mostraba cómo desandar los pasos, cómo desaprender lo que mediana y mecánicamente habías aprendido, sus críticas apuntaban siempre a lo inusual, a los pequeños detalles que, bajo su astucia, se volvían paroxémicos.

Por aquel entonces, Raul Parra era ya una institución, pequeña y desobediente, raídona y andariega, pero institución al fin, desde cuya trinchera en la facultad de ciencías políticas, algunos comenzaron a forjar versos y párrafos de manufactura nada desdeñable. Me uní a Los Parrianos motivado por su potencial de juerga, no por sus horizontes literarios; aunque nunca supe diferenciar bien a bien cuándo nos encontrábamos en uno, y cuándo en otro. Con ellos, las parrandas adquirían dejos de coloquio o recital; y los talleres eran salpicados por la cerveza o la informalidad.

Raúl Parra usaba el cabello hasta los hombros, llegaba al taller montado en bicicleta (para lo cual recorría unos 20 km), fumaba Delicados, había sido premio nacional de poesía Alí Chumacero, a las mujeres les decía "queridas" y a los hombres nos miraba con el rabillo del ojo, siempre con respeto, nunca con desdén.

Los tiempos parrianos fueron aquellos en los que llegábamos enmascarados a los recitales y seleccionábamos, con facilidad que ahora me averguenza, las presentaciones de libros que daban el vino más colorido o el canapé más voluminoso. Algunos publicaron sus primeros versos con la anuencia de Raúl, muchos supieron lo que era talachear un verso gracias a Raúl, y otros, los más, sepultaron sus ilusiones tras las críticas despiedadas en su taller; toda su poesía estaba cargada de energía oscura, eran los versos negros que eclipsaban el soso resplandor de la poesía new age, de esa que se publica cada mes en las revistasbienchingonas de la intelectualidat.

Raúl Parra falleció esta semana, tenía apenas 50 años y llevaba un par de ellos reventándose la madre con una enfermedad de nombre raro; había perdido las piernas y un brazo, por lo que sustituyó la bicicleta por una silla de ruedas de esas con palanquita de velocidad y motor de carro chocón: una estampa parriana, sin duda.

Un final más de temporada. Así de barbas.