miércoles, 30 de julio de 2008

5:42

Hay etapas de mi vida en que el insomnio me envuelve todas las noches. Nótese el verbo "envolver", porque hay a quienes el insomnio sorprende, ataca, perturba, seduce...a mí me envuelve, arropa, encapsula.

Vivir en la burbuja del insomnio obliga a generar empatías con la noche, sobre todo con la noche profunda, momento en que los relojes marcan el climax de toda pesadilla, ese tiempo sin grillos ni dueño por el cual me muevo, a tientas pero lúcido. Me gusta tanto la noche que he llegado a ser indiferente con las mañanas, y así como para muchos el afiebrado canto de algún avechucho por la mañana simboliza vitalidad o provoca alegrías, para mí, el silencio de la nadanocturna es un preludio de fertilidad. Todo nace y todo se crea en la noche, el mundo se arma y desconfigura en diez minutos cruciales, de oscuridad apabullante.

Ayer el sueño me asaltó (porque ese sí me asalta y se invita solo) cuando el alboroto diurno comenzaba a ser evidente: tacones, regaderas, portezuelas. Y eso me agrada. Y duermo a lo más cuatro horas. Y tengo ojeras y todos dicen que voy a desaparecer y yo pienso simplemente que es parte de vivir la noche y fumar mientras tu duermes y beber mientras tu sueñas y reconciliarte y reconciliarme mientras te persigue un perro en tu pesadilla y mientras yo camino por las calles de la narvarte tu sudas las sábanas. Es simplemente eso. Subirse a la mano de la noche.

Así de Barbas.

jueves, 24 de julio de 2008

¿Cómo se llamó la obra?

Eran días ajetreados. Recién me había mudado al departamento donde actualmente vivo tras pernoctar durante un mes en casa de un amigo. Los muebles no acababan de hallar su lugar definitivo, aún había (aún hay) bolsas negras cuyo contenido no era de primera necesidad y el eco de las esquinas multiplicaba las presencias.

Pero no voy a hablar de mudanzas. Ya dije que eran días ajetreados y ya describí el laberíntico caos que engullía la casa. En ese ambiente, me gustaba fumar en el balcón todas las tardes y parte de la noche. De pie, apoyado en el barandal, no discriminaba entre camel y preparados en casa. Tampoco discriminaba entre lamerme las heridas y ovillarme ante la incertidumbre.

Pero tampoco voy a hablar de mí. Ya dije que fumaba en el balcón. Fue durante una de esas tardes/noches cuando sucedió: Segundo piso del edifico de enfrente. Una ventana con luz amarilla, resplandeciente. Una silueta se desnuda, abre las cortinas y ventanas y el cabello roza sus senos arropados por el sostén. Con el torso semidesnudo, fuma en la ventana. Yo la veo como estúpido. Nuestras miradas se encuentran. Ella enciende otro cigarro. La estampa permanece por diez minutos. Se acaba el cigarro y se cierran las cortinas (el telón).

La escena se repite, con variaciones mínimas, varias noches del mes siguiente. Pero ya dije que soy un estúpido (o que la veía como estúpido, que pal caso es lo mismo) y no se guardar un secreto. Por supuesto, llegó el momento en que la escena transcurre mientras había visitas en casa, y yo, pudiendo guardarla sólo para mí, no tardé en invitar al pleno de la reunión a contemplar el espectáculo. Ella, con gran entereza, aguantó de pie durante el obligado par de cigarrillos y después bajó el telón. A partir de ese día, la escena no volvió a repetirse.

Ayer, después muchos, en verdad muchos meses, mientras yo fumo camel y no discrimino entre el acidjazz y el roksito-básico-sin-pretenciones, aparece la silueta que anuncia el primer acto. Ella asoma el torzo semidesnudo, fuma. Nuestras miradas se encuentran. Le sonrío. Apaga su cigarro, escupe al suelo (yo veo caer lentamente la saliva al piso, un recorrido de unos 9 metros) y se baja el telón con el ruido infernal de la ventana.

A eso le llamo guardar rencores. Hoy esperaré toda la tarde frente al balcón, y si es necesario, mañana también. Así de barbas.

martes, 15 de julio de 2008

Nocturnas pasiones (alfabéticas)

La suave ese es una
letra sensible,

silbido apenas sonoro
de forma sensual
y sublime trazo.

Desearía ser su sombra
y sutílmente poseerla.

lunes, 7 de julio de 2008

los ritmos de la vida o de cómo Isteri quiere un amor que de vueltas en el piso...

Hace tiempo que no escucho flamenco o tango en vivo. El asunto me molesta porque últimamente me sobran pretextos para emborrachar, y ninguno de estos ha tenido a bien llevarme por los etílicos rumbos de la milonga o la bulería.

Con el tiempo, he convivido de cerca con bailarines de ambos meneos. Al final, sus actitudes, mañas y formas acaban marcándoles el rostro. Por un tiempo me gustó pensar que las mujeres que me vuelven estúpido podían clasificarse en gitanas o gardelianas.

El flamenco es un baile de tierra, el tango lo es de aire. El primero despierta al Duende con los feroces llamados de los tacones sobre la tierra; el segundo lo hipnotiza con el curvilíneo desplazamiento de las piernas danzantes.

El flamenco es un baile de fuego, el tango lo es de agua. El primero corrompe la calma chicha con los flamígeros dedos sobre una guitarra; el segundo fluye como el llanto amoroso en la media noche de un badoneón.

Las gitanas explotan apretando el cuello, atrayendo con las uñas; las gardelianas lo hacen exhalando un vaho que se vuelve burbuja, un lamento apenas dibujado.

El pedo es que últimamente parece gustarme el breik dans. Así de barbas.

miércoles, 2 de julio de 2008

El asunto es no morirse

Hace poco leía un artículo sobre física cuántica, esa ciencia de sabios que hermana con lo divino y evoca imágenes de estarguars y ecuaciones de pizarrón completo. Algo en todo aquel debraye temporo-espacial me hizo pensar en la eternidad, y en la encarnación de ésta: la inmortalidad.


Nunca me habían interesado las ondas Jailender ni los motivos de Dorian Grey. Pero en esta ocasión me enganché con el tema, quizá porque hace tiempo que tengo conflicto con el tiempo. Pienso cosas como que la edad de la gente no cuadra con sus actitudes, que los ciclos vitales están desfasados por rutinas arbitrarias, que los minutos se aceleran y paralizan por una gracia cósmica inentendible y sólo percibida por ciertos objetos terrenales, como los columpios.


Pero regresemos a los asuntos de ser mortal o inmortal, porque ese, aunque no lo parezca, es el dilema. La sola idea de enfrentar una vida inacabable me agota, pero tanto nihilismo puritano y soso que a veces acompaña mis occidentales días me resulta tan, o más patético, que aferrarse a una tabla de salvación emocional.

Aclaro: estoy tentado a dedicarme seriamente a la búsqueda de la inmortalidad, o ya de mínimo, a la reencarnación en un futuro no muy lejano al día de mi muerte. Se que la confesión tiene aromas de aquelarre, y eso me agrada, aunque no es la motivación central de mis inquietudes.

Lo que sucede es que estoy convencido que el insondable hueco existencial que nos enfría la nuca a muchos de nosotros, está estrechamente relacionado con la necesidad de verlo, quererlo y esperarlo todo en el aquí y el ahora; sin una esperanza de futuro más allá de la vitalidad de nuestros huesos.

Quiero imaginar que voy a vivir por siempre. Y no me importa. Así de barbas¡